Mi persona (izq.) y el Prof. Jorge Olguín en su casa de Buenos Aires en pleno verano 2012 |
Hay muchas
personas que me preguntan la diferencia entre “autoestima” y “ego”, y me dicen
que tanto la autoestima como el ego pueden ser beneficiosos o perjudiciales. Mi
respuesta es que se confunden autoestima y ego porque, de algún modo, pueden simular ser parecidos. Obviamente, está bien tener
autoestima porque significa querernos y aceptarnos. Es más, no podemos querer a
otros si no nos queremos nosotros primero y eso no es egocentrismo.
Egocentrismo quiere decir que todo gira alrededor de uno y la persona no tiene
vista para nada más que su propio ser.
La autoestima es beneficiosa, pues hace querernos y aceptarnos a nosotros mismos. También es autoestima el aprender a decir “no”, pues muchas veces el ego -y no la autoestima- tiene miedo de decir “no” por temor a lo que dirá el otro, de modo que el ego depende de la aprobación de los demás. Con la autoestima nos queremos y aceptamos independientemente de lo que piense el otro. La autoestima se puede transformar en ego si es excesiva, haciendo que nos queramos por encima de todo y no importándonos nada más, y eso es ego porque necesita. La autoestima no necesita, y nunca puede ser perjudicial porque es la que nos levanta anímicamente al hacernos sentir importantes.
Mucha gente, cuando habla del ego, se refiere a la persona valerosa, pedante, soberbia, narcisista, etc., es decir, aquella que está en un pedestal. Sin embargo, el ego tiene otras facetas: la persona sumamente tímida y vergonzosa que no se anima a involucrarse con otras personas por no saber cómo les caerá, esa persona que nunca va a buscar un empleo porque piensa que otro lo va obtener, esa persona que no se atreve a iniciar una relación de pareja porque va a pensar que la otra parte le va a rechazar, etc. El ego es manipulador y tienta. Por ejemplo, esa persona un poco obesa que a las tres de la madrugada se levanta con hambre y el ego le dice “abre la heladera y cómete todo lo que haya dentro”. Entonces, la persona se somete a su ego y devora hasta saciar ese apetito desmedido, y una vez saciado ese apetito otro rol de ego le reprocha esa actitud -“¿qué has hecho? Mañana, cuando te peses en la báscula, vas a tener un kilo más”-. Y la persona piensa a si misma -porque el ego es uno mismo y se habla mentalmente-: “Tiene razón. ¿Por qué lo hice?”.
El ego nos hace sentir culpa pero primero nos puso la zanahoria delante de los ojos, y una vez que la comimos nos señala: “Mirad, ¿qué habéis hecho?”. Y nos sentimos desgraciados: “¿Por qué me deje vencer? ¿Por qué me dejé dominar por esa tentación? No sirvo para nada”. En ese momento el ego baja la autoestima y la persona se siente poquita cosa. El ego se transmuta y, así como el camaleón cambia de colores, el ego cambia de actitudes, y al día siguiente te está pinchando con otra cosa. El ego desea y si no lo consigue se encapricha como un niño.
Lo hablo de esta manera para que se entienda, porque el ego no es algo ajeno a nosotros… ¡Somos nosotros mismos! ¿El ego se puede eliminar? No, porque forma parte de la mente reactiva y ésta forma parte de nuestro propio espíritu, pero se puede integrar en un Yo Central y, consecuentemente, los roles del ego no serán los que tomen el timón del barco sino la persona con su mente analítica para que antes de tomar una decisión la razone. Recordemos que el ego actúa por impulsos y es peligroso porque, si bien es un fruto de la mente reactiva que se mueve con impulsos, absorbe el conocimiento de la mente analítica, de ahí que pueda tramar cosas. Una vez que el ego logró ese cometido, luego hace un giro de 180 grados y nos censura, diciéndonos: “¿Qué has hecho?”. Es como si hablara de una persona ajena a nosotros pero somos nosotros mismos los que nos retamos y decimos: “¿Qué he hecho?”.
El rol del ego, como busca la aprobación de los demás, hace que la persona no se respete porque si me respeto es porque me acepto y si me acepto es porque me quiero -por como soy, no por lo que tengo o por lo que aparento- y por dentro no voy a precisar la aprobación de los demás. Soy un ser humano que vive en comunidad y me va a agradar interactuar con el otro, pero eso no significa depender exclusivamente de la opinión del otro. Puedo equivocarme o tener razón pero, para mí, mi opinión va a ser la válida para conmigo mismo, y si tengo cosas que corregir ya veré como corregirlas, pero no por eso voy a desestimarme.
Cuando el ego está integrado la persona busca su propia aprobación, y no la del otro. Si de repente tengo una ropa y alguien me dice “¿Qué te has puesto?” no tengo porqué ir corriendo a cambiarme porque a tal persona no le gusta esta ropa. Es mi opinión y voy a respetarla. Voy a depender de mi afecto. La autoestima significa aceptarnos. El ego nunca está conforme y nos juega en contra porque siempre vamos a buscar la aprobación del otro para hacernos sentir bien.
El ego es presa de los halagos tipo “¡Qué maravilla!” y, a su vez, es enemigo de las críticas. El ego manipula y permite que nos manipulen. El ego es servil tipo “no se preocupe jefe, le preparo otro memorando; no importa si me quedo hasta más tarde”. Ser servicial es vivir en base al Servicio -que es Amor hecho Obra-, es decir, brindarse al otro porque le sale del corazón. El servil siempre busca sacar tajada y le prepara al jefe los memorandos para lograr un ascenso o para que lo tenga mejor conceptuado que el compañero de escritorio. El servil no es una persona confiable ni para el compañero ni para el propio jefe porque es presa del ego, condicionándole sobremanera. Y cuando el ego te condiciona y te maneja no se tiene el control del barco porque el ego te ciega y te hace cometer actos que, en momentos reflexivos, no los cometerías. La autovaloración es la verdadera autoestima, y significa “hacernos valer”. La sociedad a veces toma esa palabra para calificar a alguien de presuntuoso -“¡Ah! Mira. Éste se hace valer”, como diciendo “éste se hace rogar”-. Hacerse valer no es hacerse rogar. Si yo me respeto voy a exigir que el otro me respete. Eso es hacerme valer, no hacerme rogar. Y si me piden un favor, si está a mi alcance lo voy a hacer gustoso. Lo que ocurre es que la sociedad, como conoce poco del ego, tergiversa la palabra. Yo me hago valer -pero no me hago rogar- porque me acepto y acepto al otro, y si puedo brindarme al otro me brindo pero poniendo límites, es decir, no acepto nada que me haga mal a mí. Por ejemplo, si yo tengo un pan y hay otra persona hambrienta no le voy a dar el pan entero sino que lo voy a partir en dos y lo comparto. Eso es el verdadero servicio, y lo otro es una ceguera egoica.
El ego anula la inteligencia porque, si bien abreva un poco de la mente analítica, es absolutamente impulsivo. Entonces, si nosotros nos aceptamos y amamos podemos poner límites a las cosas que son perjudiciales.
Hay personas que nos van a valorar no solamente por nuestro aspecto o el trabajo que podamos tener sino también por nuestro interior. Ésas son las personas que van a apreciar nuestro espíritu. Hay personas que te valoran por lo que tienes pero como lo que tienes puede ser algo provisorio no sabes si mañana te van a seguir valorando. Entonces, lo importante es que la persona valore lo que eres, y eso nunca se pierde.
Autor: Prof.
Jorge Raul Olguín
Web: www.jorgeolguin.org